27 de abril de 2012

El poderoso antirretrato

No hubo rey ni hubo antipoeta en la ceremonia en que se le concedió el premio cervantes a nicanor parra. tiene sentido. Sus mejores textos son los que hablan de la desaparición  y la renuncia, los que están escritos desde la comarca del abandono.


“¿Se considera Ud. acreedor al premio Cervantes?/ -Claro que sí / -Por qué/ -X un libro que estoy X escribir”, lee Cristóbal Ugarte, el Tololo, el nieto de Nicanor Parra frente a lo que queda de la rancia corona española. Puede que por ahí -tal es mi esperanza- esté sentada la Duquesa de Alba. El Cervantes de este año es una ceremonia fantasma, una anticeremonia: el invitado no aparece y el anfitrión está en cualquier parte. Nicanor Parra decide no viajar a España, el rey está operado de la cadera o escondido por toda esa vergüenza merecida, todo se realiza in absentia. Todo es extraño, maravilloso y tardío; el premio, el vacío que deja Parra y que su nieto hace notar con cierta sorna, la idea hipster de que Patti Smith ande por ahí.
Por supuesto, todo también es decididamente parriano. Los mejores textos de Parra -o los que más me gustan, al menos- son lo que hablan de la desaparición y de la renuncia, los que están escritos desde la comarca del abandono: hombres imaginarios, predicadores que hablan desde los escombros del misticismo, países que sólo son bocetos, reyes que se pierden en el páramo. Es divertida esta ausencia. No hay ruptura ahí, aquello nos es cómodo. Por eso los Artefactos nos explotan en la cara; por eso, hay momentos en que el Cristo del Elqui habla de modo pavorosamente parecido a Don Francisco; por eso, mientras Neruda quiere ser nuestro corazón, Nicanor Parra es nuestro sudor frío: “Mientras escribo la palabra mientras /y los diarios anuncian el suicidio de Pablo de Rokha /vale decir el homicidio de Carlos Díaz Loyola (...) mientras escribo la palabra mientras /aunque parezca un poquito grandilocuente /pienso muerto de rabia/ así pasa la gloria del mundo/ sin pena /sin gloria / sin mundo / sin un miserable sándwich de mortadela”, anota Parra por ahí.
Pero hay nitidez (“claridad”, diría el Parra de los años cincuenta) en esa trampa para cazar conejos que es su obra, unas nitidez que nos devuelve a nosotros mismos. Mientras miraba a su nieto hablar, recordé cuando leí por primera vez a Parra. Me acordé de que por alguna razón mi padre siempre citaba “Autorretrato” (1954). Mi padre había sido profesor de la sede de la Universidad de Chile en Valparaíso y lo habían echado de ahí para el golpe militar. Mientras mis hermanos y yo crecíamos, mi madre y él hicieron clases en colegios de todo tipo. “Autorretrato” siempre estaba a la vista en la casa, me imagino que ellos lo pasaban en clases. Ahora me doy cuenta de por qué: esos versos eran el mundo en que él y mi madre vivían, esa lengua de Parra era la que se hablaba en la casa y con la que me criaron. Ese poema donde el hablante es un maestro de escuela ahogado por el polvillo de la tiza, exhausto y “embrutecido por el sonsonete / De las quinientas horas semanales” podía ser leído como un retrato colectivo, como el esbozo de esa novela necesaria que aún falta sobre los profesores chilenos. En mi memoria, la distancia entre la literatura y la vida se ha disuelto. No hay paradoja alguna ahí: el zen de Parra es la perplejidad de un humor horroroso e hiperreal.
Cuando vi a su nieto en televisión, ese humor de “Autorretrato” -en una hoja de papel mimeografiada, en alguna copia de “Obra gruesa” descosida- me vino de golpe a la cabeza. Recordé que nunca descubrí a Parra porque en realidad siempre estuvo ahí. No creo haber sido el único al que le pasa esto. Quizás el sentido fundamental que tuvo el Premio Cervantes para mí fue aquello: más allá de la comedia de las vanidades literarias, más allá de esa pompa que se exhibe como un chiste en otro continente; en esta ceremonia imaginaria no queda otra que recordar por qué la literatura siempre es la más poderosa de las fotos de familia.

Fuente: Qué Pasa