25 de abril de 2012

30 años de cultura de mall


Con los centros comerciales dejamos de planificar las compras, cambiamos la TV por las tiendas,  los convertimos en nuestras plazas públicas y fuimos en masa a buscar nuestra identidad. El primero de ellos llegó en 1982.

“EL mall fue la primera gran competencia para Sábados Gigantes”. La frase es de Mario Kreutzberger, Don Francisco, el dueño indiscutido de las tardes sabatinas de los santiaguinos. El fue uno de los primeros en constatar cómo un fenómeno que en Estados Unidos llevaba décadas y que aquí llegó en 1982 cambiaría irremediablemente la forma de relacionarnos con el comercio. Y entre nosotros.

Este año se cumplen 30 desde que la primera de esas gigantescas construcciones llenas de tiendas -y más tarde servicios y entretención- modificaron el paisaje urbano, transformándose en verdaderas islas de clima controlado, horario extendido, seguridad y abundancia. Casi todo lo que hasta ese minuto Santiago Centro y Providencia -los dos focos de comercio más importantes- no podían ofrecer.

“En los 70 y 80 los negocios trabajaban hasta el mediodía del sábado. En la tarde, la gente o veía televisión o no veía nada. La sintonía bajó de inmediato. Al principio sólo en Santiago; después en todo Chile”. Para Kreutzberger, el impacto fue inesperado. Para los especialistas, la constatación de que las transformaciones sociales vinculadas a los centros comerciales de gran envergadura habían llegado. Y tal como se habían concebido casi tres décadas antes en Estados Unidos.

Porque la apariencia que comenzó a hacerse familiar con el Parque Arauco, es muy similar a la que vio nacer Edina, el suburbio de Minneapolis, en octubre de 1956, bajo el nombre Southdale. Un tragaluz en el techo, paredes exteriores “ciegas”, vitrinas hacia el interior, dos niveles de paseo y estacionamientos a la calle, para facilitar el acceso. Es decir, una experiencia “introvertida” para lo que sería un cambio definitivo en el proceso de compra minorista. Una simulación del país de Nunca Jamás, con una luz artificial que aparenta mediodía y que hasta hoy hace preguntarse a quienes van de tienda en tienda “¿tan tarde es? ¿Tan rápido pasó el tiempo?”.

 De los efectos de ese imperceptible paso de las horas y de la posibilidad de comprar sin ver la luz del día, supo Santiago hace 30 años. Y eso nos marcó sin darnos cuenta: hoy casi no nos acordamos de lo que significó dejar de ver televisión un sábado en la tarde por ir a comprar; de lo que fueron las primeras llamadas a un pariente para avisar que la junta no iba, que lo que iba era ir con la familia en pleno al mall; de lo que fue dejar plantados a los amigos en la plaza porque, lógico, entre ellos y el centro comercial: el centro comercial. Y años más tarde, de lo que fue cambiar la carne al horno con puré y la fruta de postre, por las papas fritas chorreadas de ketchup del patio de comidas.

“Shopping es... aventura, safari, con ‘riesgos’ inesperados. Es una especie de autodescubrimiento de nuestra naturaleza teatral: uno se viste de gala para salir a las vitrinas, para adquirir un nuevo personaje, para modificar al viejo, para perfeccionar el mismo que se ve y se sabe”, dice Bryan D. Spinks en su libro The Worship Mall. Y sí, algo de todo eso nos llevó y nos sigue llevando en masa a los centros comerciales (en 2000 las visitas a los centros comerciales fueron 179 millones. PNUD). Es que es difícil rechazar la eterna promesa de buscarnos y encontrarnos en la ropa, los zapatos y el patio de comida.

Nosotros, los de entonces...

El primer mall propiamente tal (ver recuadro Apumanque) llegó cuando no estábamos preparados. La crisis económica del 82 nos tenía mal parados para enfrentar un desafío de esa envergadura. Y se notó: la primera aproximación de los santiaguinos fue la visita panorámica, exploratoria. Es decir, motivaba más el “paseo” que la compra, y el resultado se vio en los balances comerciales: el Parque Arauco estuvo a  punto de quebrar.    

Por eso mismo, Rodrigo Salcedo, decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas de la U. del Maule, dice que los malls llegaron hace 30 años, pero que la cultura de mall comenzó hace 20, en la década del 90, cuando ya se había sumado el Plaza Vespucio, el segundo integrante de los 71 que se contabilizan hoy (de acuerdo a la Cámara Chilena de Centros Comerciales). Y con él, instalado en una comuna que crecía exponencialmente como La Florida, la percepción de que los centros comerciales no eran sólo para las clases más acomodadas.

Pasear. Ese fue el impulso inicial. Y en ese empeño comenzamos a dejar de lado algunas visitas protocolares, obligadas, de fin de semana. Es decir, la familia extendida -esa que incluye abuelos- no era la que en auto, micro o metro llegaba al mall. Era la otra, la nuclear, y de clase media, la que aparecía cada semana.

“En esa época comenzó a nacer la familia reducida, que prefirió la alternativa de salir que quedarse en la casa”, explica Christian Oros, subgerente de Estudios y Marketing relacional de Parque Arauco.

Y no por nada. Ante la crisis y la escasez de espacios públicos en el Santiago de los 80, el más reciente Ícono de la modernidad aparece como un lugar amable y seguro; condiciones esenciales para el ocio.

Así, fuimos dejando ritos exclusivamente caseros y comenzamos a celebrar cumpleaños, aniversarios y pololeos en medio de desconocidos. Y ese mismo ambiente redujo la cantidad de invitados. Porque al mall se va a celebrar con los más cercanos, no con toda la parentela.

“Antes de los malls había mucha actividad dentro de los hogares, las cosas pasaban en las casas; los domingos en la tarde eran en las casas. Los cumpleaños eran en una mesa con 60 niñitos pegados”, agrega Oros. 

Pero ojo, la casa nunca ha perdido su condición de punto de encuentro, aunque a partir de esa época ya no de manera tan excluyente... Al final de cuentas, sólo hicimos lo que años antes habían hecho millones de estadounidenses que vivían en los suburbios y que reflejó un estudio publicado por el New York Times: “Los centros comerciales son un lugar que atrae a las familias para que salgan de sus hogares”.

Salimos. Claro que lo hicimos.  Tímidamente al principio; en los 90, en masa. Tal como está ocurriendo en Katar, uno de los pocos lugares donde se ha estudiado el efecto de los centros comerciales en las familias. De acuerdo al estudio publicado el año pasado por la Universidad de Katar, Mall y el cambio de la cultura: un análisis etnográfico, se constataron “cambios de patrones de comportamiento y en las actividades cotidianas de la población (hábitos de alimentación, horas de sueño, y las relaciones tanto en el hogar y en el vencindario). Las visitas a domicilio entre las familias es cada vez menos frecuente”.

Y hay más. Si hubo algo que las compras en el centro y en Providencia propiciaban era la planificación. Con la debida antelación, se establecía a nivel familiar cuándo era el momento de hacer el viaje; cuántos irían; qué se compraría y en qué cantidad. E indefectiblemente, el cuándo era el sábado AM; el cuántos no incluía niños; el qué, era a partir de la rotura no zurcible y el qué cantidad, siempre era 1.

¿Ha visto ese tipo de ejercicio últimamente? ¿En los últimos años? ¿En la última década? No. Ya no se hace. Hoy el sistema es de libre demanda. ¿Se necesita? Ok. Vamos y estamos de vuelta en dos horas. Y muchas veces, ni siquiera intermedia la necesidad: la adquisición de lo que sea es producto de “la compra impulsiva”, un resorte que salta más veces de las que queremos. Los malls son muchos, están cerca, abiertos todos los días y hasta las 21 horas. ¿Planificar? ¿Ahora? ¿No será mucho?

La plaza que (no) tuvimos

Los 90 son el punto de inflexión. El que marca el antes y después de los malls.  Porque si el Parque Arauco (con sus tiendas anclas Sears y Muricy) fue el símbolo del progreso y la constatación de que lo que mostraban las películas era verdad, el Plaza Vespucio (1990) fue el símbolo de que los centros comerciales no eran sólo para los sectores acomodados y la constatación de que la heterogeneidad era lo que venía. Pero nada es tan rápido... 

El hábito de ir a estos lugares fue creciendo poco a poco: en los 80, en una encuesta sobre el uso del tiempo libre, el mall no existía como alternativa. En 2004,  82% declaró ir al mall o centros comerciales al menos una vez al mes. De hecho, aparece como la actividad más recurrente fuera de la casa. Encuesta de consumo cultural y uso del tiempo libre 2004). Y en este aumento, además de la decisión de compra, influyeron las exiguas áreas verdes del área Metropolitana (3,49 mt2 en 1992. En 2009 subió a 4 mt2 por persona, Estudio Datavoz y U. Andrés Bello. El espacio recomendado por la OMS es de 9 mt2)  y las escasas opciones de espacios públicos, que en el caso de La Florida eran casi nulas. “Las cuatro comunas de Vicuña Mackenna albergan a más de un millón y medio de habitantes, gran parte de ellos de clase media y baja con carencias de esparcimiento”, sintetiza Pablo Allard, decano de la Facultad de Arquitectura de la U. del Desarrollo.

Es a partir de esa realidad que los centros comerciales se fueron transformando en la nueva plaza pública. En el lugar de convergencia de jóvenes y adultos que sin muchas alternativas, buscaron dónde encontrarse (en 1988, como actividades principales aparecen pasear (41,2%) y ver televisión (26,8%). Flacso).

Pero no cualquier sitio. Buscan uno seguro. Y el mall lo es. “La mayoría de los sudamericanos, y en Chile también, no tienen el placer de poder caminar por sus ciudades, que están contaminadas, son peligrosas y poco amigables para los peatones. Eso le ha dado más espacio a los malls, en donde uno se siente tranquilo”, explica Paco Underhill, antropólogoestadounidense experto en tendencias de consumo. 

“Seguridad”. Todos la quieren. Los que pueden poner cercos eléctricos en sus panderetas y los que se enrejan para evitar desbordes ajenos. Y los lugares cerrados con luz artificial les dan esa sensación. De hecho, por eso los padres dejan que sus hijos se apatoten con sus amigos en el mall y que sus hijas vayan en conjunto a comprar. En la calle, en cambio, “vaya a saber uno”.

Y esa misma mirada se refleja en el informe Cambios en la producción cultural: nuevos escenarios, nuevos lenguajes, del PNUD (2002): “El éxito del shopping center proviene, en primer lugar, de una paradoja: ser un espacio privado, garantía de orden y control, que opera como espacio público”.

Pero uno que, justamente por su ambiente controlado, permite que los asiduos enfrenten mejor la diversidad. De hecho, parece ser el lugar más propicio para hacerlo. “Es donde puedes encontrarte con el otro radicalmente distinto, porque no te lo encuentras en el sistema de salud, ni en las carreteras, ni en los colegios, todos lugares segregados. La posibilidad de encontrarse físicamente con el otro reduce los niveles de tensión de la sociedad, evita el prejuicio, el miedo”, explica Salcedo.

Pero como advierte Pedro Guell, profesor de la U. Alberto Hurtado y autor del informe del PNUD 2002, nada es tan absoluto: “El mall es la nueva plaza pública en cuanto a lugar de distracción, de conocimiento de las novedades del mundo, de contacto con las modas y de exhibición de las identidades. Pero no lo es en cuanto lugar de conversación sobre los asuntos comunes. No es el lugar de la palabra, es el lugar de la mirada”.

Antes muerta(o) que sencilla(o) 

Tiendas y más tiendas. De vinos, de ropa, de muebles, juguetes, cuadernos, ollas, lámparas, zapatos, maquillaje, electrónica, jugos, comida, helados, carteras... de lo que se le ocurra. O mejor, de lo que quiera tener. Para eso están los malls. Para vender. Y al otro lado, para eso está usted, para comprar. La gracia es que en este juego, todos saben el lado del tablero en el que están y todos juegan concentrados (De 1990 a 2000, los visitantes al Parque Arauco eran 60% mujeres y 40% hombres; hoy son 55% mujeres y 45% hombres).

De eso se trata el consumismo (una palabra larga para describir lo poco que cuesta caer en ella), “de una tendencia inmoderada a adquirir, gastar o consumir bienes, no siempre necesarios”. Así lo define la RAE y así lo practicamos a diario sin necesidad de definiciones.

Para graficar el fenómeno y antes de entrar en los detalles, una anécdota: “Los sondeos que hizo Mall Plaza, cuando se proyectaba construir, indicaban que la gente de La Florida quería encontrar aquí las mismas ofertas del centro, con la infraestructura de los barrios altos”, explica Jaime Riesco, gerente de planificación de estudios y responsabilidad social de ese centro comercial.

Dicho de otra forma, nos pasó que quisimos todo. Porque en una especie de búsqueda adolescente, de crisis de 15 años, dejamos de identificarnos con el trabajo y comenzamos a definirnos a partir de lo que veíamos en los demás. Ya no importa ser ingeniero o profesor; el tema es cómo me veo comparado con el resto. En ese escenario, la estética fue central. Y los malls, por sus características aglutinadoras, agudizaron esta nueva búsqueda.

Así las cosas, la imagen es todo. Y, en esos términos, armarse distinto ha pasado a ser un imperativo. Y no es sólo una forma de decir: la importación de bienes de consumo estéticos se incrementó en 646% en la década pasada... ¿Qué significa eso? Que Chile, en 2002, se ubicó en el segundo puesto, entre los países de la región, en el consumo de cosméticos. 

“El desplazamiento desde el trabajo hacia el consumo como lugar donde se forman las identidades y proyectos de vida es un proceso antiguo. El que aparecieran los malls lo aceleró decisivamente, porque transformó al consumo en una ‘experiencia total’”, dice Guell.

En todo esto, además, ayudó la  democratización de la compra y el crédito extendido (en 1991 había 890.481 tarjetas de crédito en el país. En 2010, 4.887.405. SBIF). El problema es que los signos materiales son cada vez más populares y es sabido que a la identidad no le gusta lo popular. Prefiere lo distintivo. Y eso siempre es más caro.

Lo que queda, entonces, es comprar y comprar. Porque lo necesitamos para proyectarnos y porque nos sentimos satisfechos al hacerlo. En el informe PNUD, el 43% de los entrevistados declaró estar contento porque la compra le permitió “darse un gusto” y “conseguir las cosas que quiero”. Puede decirse, concluye el estudio, que para el 80% de los entrevistados, consumir es una forma de satisfacer un deseo.

El pan nuestro de cada día

En 1993, el entonces presidente Patricio Aylwin rechazó públicamente la invitación a la inauguración del Mall Alto las Condes diciendo que “nunca he ido ni pondré un pie en un mall”. Por si a alguien no le hubiera quedado claro, un año más tarde en la revista Mensaje declaró sentir “repudio hacia ese mall que no conozco ni me interesa conocer, porque lo encuentro absolutamente desproporcionado a Chile, una ostentación de consumismo ante gente que no tiene qué comer...”.

 En ese momento, y más allá de sus razones y su molestia, Aylwin fue una expresión postrera de un Chile que quedaba atrás. Más austero, más pudoroso, más puertas adentro. Uno al que, claramente, le costaba entender estallidos como el de los patios de comida, a esas alturas intransables para cualquier centro comercial tras dos años de éxito rotundo en Mall Plaza Vespucio.

“Al comienzo se creía que los patios de comida serían un fracaso, porque hasta ese minuto, comer era un acto más bien íntimo, de la vida privada. Las clases altas enfrentaban con mucho pudor estos temas”, explica Rodrigo Salcedo.

Pero el pudor, como tantas otras expresiones que guiaba el recato, fueron superadas por el sentido práctico. Comer en un mall acorta tiempo, permite seguir paseando y contribuye a eso de la“experiencia de compra” (la llegada de las salas de cine aumentó los componentes de esa experiencia que exige entretención. De 1990 a 2010, el cine pasó de 7.257 espectadores promedio al mes a 1.226.169. INE).

En términos más cotidianos y caseros, los patios de alimentos modificaron nuestros almuerzos y comida. “Aceleró la alternativa de la comida chatarra”, en palabras de Christian Oros. Y ese tipo de alimentación tiene una característica que los tiempos modernos agradecen: la rapidez. Es decir, de un ritual pasamos al “trámite”. A eso, hay que sumar mayor variedad, su condición de “al paso” y que en una familia de cinco, cada quien coma algo distinto. (De 1988 a 1997, el porcentaje de gastos familiares en salidas a comer aumentó en 30%, y en las comidas preparadas, 91%. INTA). 

El estilo, como es lógico, pasó a las casas. Al poco tiempo de la llegada de los patios de comida, los “productos congelados como las hamburguesas se disparan”, agrega Oros (en 1998 el consumo de comida congelada entre los chilenos llegaba a casi 40 toneladas al año y el ketchup ya era parte de la canasta familiar).

Como respuesta a esta masificación, los cafés y restaurantes alejados de los centros comerciales tomaron la ruta de las terrazas y veredas. “La ocupación de las veredas no tiene más de 20 años, justamente porque antes primaba el pudor de comer expuesto a la gente; el mall nos llevó a exhibirnos más”, resume Salcedo.

  De paso, este nuevo ciudadano más desinhibido traspasó modernidad a sus hijos, que empoderados como nunca antes hacen uso de su capacidad de elección: escogen lo que quieren comer, lo que quieren vestir, lo que quieren hacer dentro del mall.

Nuevos aires

Como cuando llegaron los centros comerciales y seguimos una tendencia ya instalada en los estadounidenses, ahora estamos -tal como ellos- entrando a una nueva etapa en nuestra relación con los malls: los queremos, pero el amor nos dura menos horas.

Un cambio imperceptible si uno es el que va de pasillo en pasillo esquivando a los que vienen en contra, pero más notorio si al salir de ahí un sábado cualquiera, se da una vuelta por los alrededores. 

“El mall llenó los espacios públicos, porque no existían. Pero ahora se está viendo una revalorización de los orígenes: el Parque Bicentenario, por ejemplo, está lleno los fines de semana y se está viendo también un regreso a los tiempos en la casa”, dice Oros.

Cosmocentro Apumanque

Si bien el Apumanque abrió sus puertas en 1981, un año antes que el Parque Arauco, no es considerado el primer mall por no tener algunas de las características de este tipo de centro comercial. Una de ellas, por ejemplo, es que los locatarios de los malls no son dueños, sino arrendatarios. El Parque Arauco sí funciona de esa manera. También su estructura arquitectónica era propia de los malls nacidos en EE.UU.: forma de caja, sin ventanas al exterior y estacionamiento a la calle.

 ?Cuando la gente iba allá, se sentía como introspectiva. No estaban acostumbrados al tamaño y al lujo. Eran elementos poco usuales para el chileno?, dice Liliana de simone, profesora investigadora del Instituto de Estudios Urbanos, U. Católica.