Hoy, lo políticamente correcto son los cuentos sin ogros ni brujas perversas. Sin emociones negativas. Pero La Cenicienta sólo tiene sentido gracias a la envidia de las hermanastras y El patito feo porque sufre el calvario de la humillación. Sintiendo se aprende.
Por más malo que lo pinten en cuentos y películas, a mí el lobo feroz me sigue pareciendo sólo un animalito que se las ingenia para sobrevivir en un bosque en tiempos de vacas flacas. Por supuesto que me alegra cuando el leñador salva a Caperucita, pero mi simpatía por el lobo no decae con este final adaptado (en la historia original la heroína nunca más sale de la tripa del canino). Cuando era niña también me gustaba El gigante Egoísta, de Oscar Wilde, que al final del cuento demuestra no ser tan desalmado.
Fueron estas experiencias lectoras las que me impulsaron a realizar una lista con los cuentos que leería a mi hija antes de dormir. Allí estaban El gato con botas, El príncipe feliz, El patito feo (su lectura es la mejor forma de fortalecer la seguridad de los niños ante un eventual bullying) y otra serie de títulos que marcaron mi infancia, como la fábula de La liebre y la tortuga. Sin olvidar algunos autores nuevos ni, por supuesto, a mi amigo el lobo feroz.
Pero lo que parecía una tarea simple (ir a la megalibrería más cercana, de esas que abundan en Estados Unidos y comprar unas bonitas ediciones) se convirtió en una misión complicada. En el primer lugar que visité no había ningún texto que valiera la pena y, en el segundo, apenas unos pocos tomos desabridos.
¿Debía acaso extrañarme? No del todo.
Desde el siglo XIX que la sociedad estadounidense viene censurando las compilaciones de cuentos tradicionales realizadas por los hermanos Grimm (Alemania) por considerar que estos presentan escenas demasiado cruentas y realizan una apología de los rígidos valores medievales como, por ejemplo, ocurre con La bella durmiente y Pulgarcito. A pesar de esta campaña del terror, las historias de hadas y ogros no sólo lograron sobrevivir sino que se convirtieron en símbolos de la industria americana de la entretención infantil con Disney a la cabeza. Es verdad que el tiempo se ocupó de borrar algunas secuencias más bien propias del cine gore (en La Cenicienta la madrastra obliga a sus hijas a mutilarse para que sus pies calcen con el zapatito de cristal), pero la bruja caníbal de Hansel y Gretel y la manzana envenenada de Blancanieves y los siete enanitos se resisten a desaparecer, por mucho que en estos días abunden las versiones, sobre todo fílmicas, que pretendan ironizar al estilo Shrek, como la hoy en cartelera Espejito, espejito, con Julia Roberts.
Según una encuesta realizada este año por el canal de televisión británico Watch, los padres tienen su propia lista negra de clásicos infantiles que no comprarían por considerarlos demasiado terribles, entre ellos Ricitos de Oro, Rapunzel, Caperucita Roja y Juanito y las habichuelas. Además, el 50% de los padres ingleses no aprueba La Cenicienta porque muestra un estereotipo de mujer sólo ocupada de los quehaceres domésticos. Si hasta el célebre etólogo inglés Richard Dawkins anunció un libro para niños donde junto al propósito de transmitir la importancia del conocimiento científico, plantea sus sospechas sobre historias alejadas del juicio y la razón.
¿Demasiada corrección política? Está a la vista. Pero si todas estas buenas intenciones no han logrado eliminar las narraciones orales que nuestros antepasados vienen transmitiendo por siglos y que en su mayoría tratan de arquetipos universales (La Cenicienta tiene una versión china en el libro milenario del Yuyang Tsatsu), por algo será.
Tan malas no deben ser, del mismo modo que el lobo feroz y El gigante egoísta, en el fondo (bien en el fondo), tienen su lado bueno.
Por ejemplo, lo bueno del desarrollo de la fantasía de los niños. Varios expertos coinciden en que es necesario conservar tanto la forma como el fondo de los cuentos clásicos y sólo adaptarlos al nivel cognitivo del lector, eliminando, por ejemplo, las frases irónicas y los datos truculentos que no aportan a la comprensión de la historia. Caperucita Roja no tendría sentido sin la escena del lobo porque esa es la que contiene la moraleja que Charles Perrault agrega al final, en sus Cuentos de mamá ganso: “Aquí vemos que la adolescencia, en especial las señoritas bien hechas, amables y bonitas, no deben a cualquiera oír con complacencia, y no resulta causa de extrañeza ver que muchas del lobo son presa”. Esta moraleja, sin embargo, podría eliminarse sin mayores consecuencias.
Los niños necesitan historias simbólicas (el lobo significa la distracción con extraños) que les permitan prepararse para la vida adulta. Y, como advierte el sicólogo Raúl Carvajal, el problema con las historias políticamente correctas es que además de evitar asuntos del que nadie puede escapar como la muerte, el envejecimiento o la crueldad del mundo, niegan las emociones negativas que todos los niños experimentan, como la envidia, rabia y frustración. Es cierto que una versión de El patito feo donde el protagonista no sufre la humillación de sus pares ni el hambre ni el frío tras su huida de la granja (que simboliza el crecimiento personal) librará al niño de la angustia inicial, pero también lo privará de vivir plenamente la alegría y el alivio de la escena en que la avecilla se convierte en cisne.
Pues bien, no es casualidad que haya sido este cuento de Andersen el elegido para un experimento publicado por NeuroImage que confirma cómo las buenas historias activan en nuestro cerebro zonas relacionadas con las emociones, como la amígdala y el tálamo, de la misma forma como lo hacen algunas vivencias. Pero no se trata de cualquier historia. Las imágenes mostraron una mayor acción neuronal en los episodios donde el patito vive peripecias y estas, por definición, han de incluir adversidades.
Los cuentos de hadas, con sus príncipes y con sus brujas, son un entrenamiento mental y social, una forma de ponerse en el lugar del otro y probar estrategias adaptativas, explica el sicólogo de la Clímica Santa María.
Pero ante todo se trata de una cuestión de satisfacer necesidades humanas. Propias de una especie que también se alimenta de cuestiones trascendentales. Chesterton ya lo advirtió: los fantasiosos no se vuelven locos, pero los jugadores de ajedrez y los matemáticos pueden terminar en el Open Door.
Fueron estas experiencias lectoras las que me impulsaron a realizar una lista con los cuentos que leería a mi hija antes de dormir. Allí estaban El gato con botas, El príncipe feliz, El patito feo (su lectura es la mejor forma de fortalecer la seguridad de los niños ante un eventual bullying) y otra serie de títulos que marcaron mi infancia, como la fábula de La liebre y la tortuga. Sin olvidar algunos autores nuevos ni, por supuesto, a mi amigo el lobo feroz.
Pero lo que parecía una tarea simple (ir a la megalibrería más cercana, de esas que abundan en Estados Unidos y comprar unas bonitas ediciones) se convirtió en una misión complicada. En el primer lugar que visité no había ningún texto que valiera la pena y, en el segundo, apenas unos pocos tomos desabridos.
¿Debía acaso extrañarme? No del todo.
Desde el siglo XIX que la sociedad estadounidense viene censurando las compilaciones de cuentos tradicionales realizadas por los hermanos Grimm (Alemania) por considerar que estos presentan escenas demasiado cruentas y realizan una apología de los rígidos valores medievales como, por ejemplo, ocurre con La bella durmiente y Pulgarcito. A pesar de esta campaña del terror, las historias de hadas y ogros no sólo lograron sobrevivir sino que se convirtieron en símbolos de la industria americana de la entretención infantil con Disney a la cabeza. Es verdad que el tiempo se ocupó de borrar algunas secuencias más bien propias del cine gore (en La Cenicienta la madrastra obliga a sus hijas a mutilarse para que sus pies calcen con el zapatito de cristal), pero la bruja caníbal de Hansel y Gretel y la manzana envenenada de Blancanieves y los siete enanitos se resisten a desaparecer, por mucho que en estos días abunden las versiones, sobre todo fílmicas, que pretendan ironizar al estilo Shrek, como la hoy en cartelera Espejito, espejito, con Julia Roberts.
Según una encuesta realizada este año por el canal de televisión británico Watch, los padres tienen su propia lista negra de clásicos infantiles que no comprarían por considerarlos demasiado terribles, entre ellos Ricitos de Oro, Rapunzel, Caperucita Roja y Juanito y las habichuelas. Además, el 50% de los padres ingleses no aprueba La Cenicienta porque muestra un estereotipo de mujer sólo ocupada de los quehaceres domésticos. Si hasta el célebre etólogo inglés Richard Dawkins anunció un libro para niños donde junto al propósito de transmitir la importancia del conocimiento científico, plantea sus sospechas sobre historias alejadas del juicio y la razón.
¿Demasiada corrección política? Está a la vista. Pero si todas estas buenas intenciones no han logrado eliminar las narraciones orales que nuestros antepasados vienen transmitiendo por siglos y que en su mayoría tratan de arquetipos universales (La Cenicienta tiene una versión china en el libro milenario del Yuyang Tsatsu), por algo será.
Tan malas no deben ser, del mismo modo que el lobo feroz y El gigante egoísta, en el fondo (bien en el fondo), tienen su lado bueno.
Por ejemplo, lo bueno del desarrollo de la fantasía de los niños. Varios expertos coinciden en que es necesario conservar tanto la forma como el fondo de los cuentos clásicos y sólo adaptarlos al nivel cognitivo del lector, eliminando, por ejemplo, las frases irónicas y los datos truculentos que no aportan a la comprensión de la historia. Caperucita Roja no tendría sentido sin la escena del lobo porque esa es la que contiene la moraleja que Charles Perrault agrega al final, en sus Cuentos de mamá ganso: “Aquí vemos que la adolescencia, en especial las señoritas bien hechas, amables y bonitas, no deben a cualquiera oír con complacencia, y no resulta causa de extrañeza ver que muchas del lobo son presa”. Esta moraleja, sin embargo, podría eliminarse sin mayores consecuencias.
Los niños necesitan historias simbólicas (el lobo significa la distracción con extraños) que les permitan prepararse para la vida adulta. Y, como advierte el sicólogo Raúl Carvajal, el problema con las historias políticamente correctas es que además de evitar asuntos del que nadie puede escapar como la muerte, el envejecimiento o la crueldad del mundo, niegan las emociones negativas que todos los niños experimentan, como la envidia, rabia y frustración. Es cierto que una versión de El patito feo donde el protagonista no sufre la humillación de sus pares ni el hambre ni el frío tras su huida de la granja (que simboliza el crecimiento personal) librará al niño de la angustia inicial, pero también lo privará de vivir plenamente la alegría y el alivio de la escena en que la avecilla se convierte en cisne.
Pues bien, no es casualidad que haya sido este cuento de Andersen el elegido para un experimento publicado por NeuroImage que confirma cómo las buenas historias activan en nuestro cerebro zonas relacionadas con las emociones, como la amígdala y el tálamo, de la misma forma como lo hacen algunas vivencias. Pero no se trata de cualquier historia. Las imágenes mostraron una mayor acción neuronal en los episodios donde el patito vive peripecias y estas, por definición, han de incluir adversidades.
Los cuentos de hadas, con sus príncipes y con sus brujas, son un entrenamiento mental y social, una forma de ponerse en el lugar del otro y probar estrategias adaptativas, explica el sicólogo de la Clímica Santa María.
Pero ante todo se trata de una cuestión de satisfacer necesidades humanas. Propias de una especie que también se alimenta de cuestiones trascendentales. Chesterton ya lo advirtió: los fantasiosos no se vuelven locos, pero los jugadores de ajedrez y los matemáticos pueden terminar en el Open Door.
Fuente: La Tercera
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