Una buena explicación nos permite controlar el entorno, comprender el pasado y planificar el futuro. Sin embargo, el placer de saber el origen de algo es tan grande, que a veces aceptamos explicaciones a pesar de saber que son falsas.
ISAAC Newton fue un importante físico, filósofo, teólogo, inventor y matemático inglés y, sin embargo, en la parte más superficial de nuestra memoria, su genio creativo permanecerá siempre atado a la anecdótica historia de la manzana. Lógico. Se trata de un relato que nos acompaña desde que somos niños y que, ya siendo padres, nos encanta repetirles a los más chicos.
Sobre esta historia hay varias versiones. Una biografía de William Sukeley, por ejemplo, un contemporáneo de Newton, asegura que es real, mientras que muchas otras fuentes aseguran que se trataría de un relato apócrifo. Pero aunque muchos conozcamos de la disputa por la veracidad de este episodio, casi siempre preferimos quedarnos con la versión que nos sabemos de memoria. ¿La razón? Es cómodo y nos entrega una sensación de control frente al mundo.
Según los especialistas, esa es la principal razón de por qué nos encantan las explicaciones: rellenan los vacíos cognitivos frente a determinados hechos, algo que para nuestro cerebro es vital. Las rutas del pensamiento siguen patrones de causa-consecuencia sumamente lógicos, y cuando falta uno de los trechos de este camino, nuestro cerebro se siente incómodo y comienza a echar mano a la información que tiene disponible para completar el mapa. Es por eso que prefiere quedarse con una información que complete el cuadro aun a pesar de saber que es falsa, pues esto elimina la incomodidad de desconocer una de las aristas de la historia, que los especialistas conocen como "disonancia cognitiva".
Es lo que ocurre con la historia del símbolo de la compañía Apple. La escritora Maria Konnikova asegura en un artículo de la revista Scientific American que muchos creen que el ícono de esta empresa, la manzana con una mordida al lado derecho, sería un tributo a Alan Turing, el matemático inglés considerado el padre de la ciencia computacional y la inteligencia artificial. En 1954 el científico se suicidó ingiriendo algunas mordidas de una manzana envenenada con cianuro; de ahí vendría el popular logo de los productos Apple. Pero la historia no es cierta. El símbolo fue creado por el director de arte Rob Janoff, quien ni siquiera habría escuchado hablar de Turing al momento de diseñarlo. Dos cosas resultan sorprendentes de este episodio: por una parte, que tanta gente creyera esta historia sin tener ningún antecedente serio que la avalara, y por otra, que Steve Jobs, a pesar de haber sido confrontado varias veces por la veracidad de esta historia, nunca la hubiera desmentido.
Probablemente, el genio de Jobs intuía el verdadero impacto de este relato sobre las personas. Tania Lombrozo, profesora del departamento de Sicología de la Universidad de California, en Berkeley, y experta en el tema, asegura a La Tercera que, como las anteriores, "hay algunas explicaciones que son extremadamente satisfactorias. Quizás porque son simples, entretenidas, memorables, transmiten una lección valiosa o proveen de una sensación de orden y control. El único problema es que no son ciertas". Sin embargo, son adictivas. "Estas explicaciones son el equivalente cognitivo de las galletas con chips de chocolate. Las encontramos tan deliciosas, que creemos que es una buena idea comer más de ellas, a pesar de que carezcan de valor nutricional", concluye Lombrozo.
Michael Strevens, profesor del departamento de Filosofía de la Universidad de Nueva York, concuerda con Lombrozo y explica a La Tercera que conocer la explicación o el origen de algo entrega satisfacción inmediata, ese placer propio del momento en que se dice: "Ah, entonces eso fue lo que pasó". Sin embargo, aclara que estos relatos también cumplen con otros propósitos prácticos, indispensables para nuestro desempeño en el mundo.
Las explicaciones falsas, por ejemplo, pueden no ayudarnos en nada si lo que buscamos es nuevo conocimiento confiable, pero evidentemente cumplen un rol aleccionador, que nos permite establecer patrones de conducta sin tener que recurrir a nuevas formas de hacer las cosas.
Es lo que ocurre con la popular historia que asegura que lanzar una moneda desde un edificio de gran altura sería capaz de matar a un transeúnte pasando por la calle, debido a la velocidad alcanzada por la moneda durante la caída. La verdad, que todos, incluso sin saber de física, sospechamos de cierta forma, es que la naturaleza no aerodinámica de una moneda haría completamente imposible que esto ocurriera, a pesar de que probablemente el transeúnte sí sentiría algo cayendo sobre su espalda.
En este caso, el cerebro, que requiere saber cómo actuar cada vez que está en la azotea de un edificio, utiliza esta información para guiar sus propias acciones y aleccionar a quienes estén alrededor con el comportamiento más razonable. Puede que tengamos claro que la moneda no va a matar a nadie, pero conocer la historia ayuda a cumplir con un objetivo mayor: recordar que no se deben lanzar cosas desde un balcón. La idea es siempre hacer el menor esfuerzo cognitivo posible.
Es por eso que, como dice Strevens, "valoramos más que la simple exactitud" de las historias. "Nos gustan las explicaciones que tengan generalidad, que no dependan de coincidencias y sobre todo aquellas que puedan servir para explicar el mismo tipo de fenómenos en diferentes circunstancias".
Esta guía que nos entregan las explicaciones sirve, en gran medida, para planificar el futuro, afirma Tania Lombrozo. Por ejemplo, saber que una tostada perfecta debe permanecer al calor sólo 36 segundos a 154 °C, debido a las propiedades de absorción de la energía del calor que adquiere el pan al irse poniendo cada vez más oscuro, no sólo entrega placer por el hallazgo de saber este dato y entender por qué se nos ha quemado tantas veces el pan. En un segundo nivel, nos permite saber exactamente qué debemos hacer la próxima vez que queramos tostadas en su punto.
Fuente: La Tercera
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